Llegamos y pasamos dos días en Archers Post como se llegan a los sitios que terminan por marcarte, por una serie de casualidades. Desde Monte Kenia queríamos dirigirnos al norte, hacia el Lago Turkana y, conociendo como conocíamos ya (después de quince días en Kenia) los trayectos en matatú, teníamos claro que necesitaríamos hacer más de una parada intermedia. Leímos que muchos de los tours se detenían en Isiolo, pero preguntando a varias personas locales no terminábamos de entender porqué, hasta que encontramos información sobre Archers Post.
Archers Post era el corazón de la tribu samburu, suficiente para que mi hermano y yo nos encaprichamos al instante.
LLEGAR A ARCHERS POST
Algo, o todo, cambió desde que dejamos Monte Kenia. Las sonrisas y la legalidad de los conductores de matatú pareció evaporarse y, por primera vez en veinte días de viaje, tuvimos el primer encontronazo. Nuestro matatú iba directo hasta Archers Post, negociamos un precio y cuando llegamos a Isiolo nos cambiaron de autobús a uno peor, desapareció nuestro conductor y el nuevo, que nos había saludado sonriendo, terminó por pedirnos más dinero.
Ante nuestra negativa de pagar de nuevo, apoyada en bajito (casi en silencio) por el resto de pasajeros, el conductor se puso farruco, con nosotros y con otras personas, y terminaron, prácticamente, por llegar a las manos.
Íbamos hacia el norte, hacia el desierto y, casualidad o no, las cosas se tornaban algo más ariscas.
Será el calor, me dije yo.
DOS DÍAS EN ARCHERS POST
Escapando de todos los gorrillas que nos embaucaron a la salida del autobús buscamos un lugar, no demasiado feo ni demasiado caro, donde quedarnos.
Al menos conseguimos que no fuese demasiado caro.
Salimos a pasear por el pueblo hasta un museo de mujeres samburu que nos interesaba y podía ser un plan para media tarde. Sin embargo, cuando llegamos allá, todo (me) parecía ficticio. Las casas, las chicas vendiendo colgantes de abalorios y la insistencia de que, por 10 euros por persona, nos bailaban y nos enseñaban sus casas.
Asanté sana, pero no quiero que me bailes
Nos marchamos, eso no es lo que vinimos a visitar en Archers Post. Un vez en Tailandia visité a las mujeres jirafas así y me dije que no lo volvería a hacer. Quizás es una forma de ganarse la vida pero a mí, personalmente, me parece un show, casi un zoo.
El calor se empeñaba en recordarme que estábamos en el desierto y hasta mi propio cuerpo se me hacía pesado.
Antes de acostarnos, a eso de las 8 de la noche, golpearon fuerte la puerta de nuestra habitación hasta que decidimos abrirla. Allí, tres hombres, algo insistentes (e incluso agresivos) nos repetían nuestras opciones para el día siguiente. No podían, o no querían, entender que no quisiéramos un guía.
Empezaron a repartir el miedo que sonaba casi a amenaza. No-podéis-ir-solos-es-muy-peligroso. Como pudimos, les dimos las gracias, asanté sana, y cerramos la puerta. Si algo teníamos claro es que no íbamos a contratar nada.
La música sonó toda la noche en el bar del hotel y a las dos de la mañana, volvieron a golpearnos la puerta. Esta vez más fuerte, esta vez borrachos y más agresivos. Decidimos hacer caso omiso y, sin mayores molestias, decidieron marcharse.
Al día siguiente, caminando por los alrededores del pueblo (y a riesgo de hacer un spoiler) entenderíamos lo que ya entendí en lago Atitlan de Guatemala cuando me hablaban de los bandidos: normalmente los bandidos son los propios que te avisan sobre ellos.
A la mañana siguiente cambiamos de hotel.
CONTACTO CON LA TRIBU SAMBURU
Pese a las advertencias de los guías del día anterior, decidimos salir a caminar por los alrededores del pueblo. Viniendo habíamos visto algunos poblados y queríamos encontrarlos por nosotros mismos. Visitaríamos la zona como siempre hacemos: caminando.
Todas las personas con las que nos cruzamos fueron especialmente simpáticas. Nunca faltó un jambo o una sonrisa. La mayor parte de ellas cargaban bidones de plástico vacíos que iban a rellenar de agua al pueblo. Las casas, algunas de piedra y adobe, otras de chapa y palos, se esparcían por un terreno seco y polvoriento.
Y fue entonces cuando todo pasó. O cuando hicimos que sucediera. Nos acercamos a una de las casas hechas con palos y chapa que ya habíamos visto en el museo de mujeres. La miramos por afuera y saludamos. Una chica venía despacio, con una carretilla, dos niños y 4 bidones de 20 litros de agua. Se detuvo en la distancia y un señor en pareo verde se acercó hasta nosotros.
Sonreía y parecía curioso. Hablamos y, tras intercambiar unas palabras en inglés, nos invitó a sentarnos en la sombra de su acacia. Le ofrecimos unas almendras y bebimos un trago de agua. La chica se iba acercando y los dos niños, cuando nos vieron, se fueron corriendo gritando y llorando. El señor, Julius, nos sonrió.
- No han visto nunca a un mzungu.- dijo a modo de explicación señalándonos la piel.
Le preguntamos por el río y ambos, él y la chica que miraba pero no hablaba, se rieron. El río estaba lejos y les parecía una locura que quisiéramos llegar hasta allí.
Al final, y no sé ni cómo, nos dijo que su hijo vivía allí cuidando unas cabras y que, si queríamos, podíamos irnos con él.
Nos fuimos. Vamos que sí nos fuimos.
La media hora que calculábamos sobrepasó la hora y media caminando bajo el sol en la sabana. Cruzamos dos ríos, los dos secos (siendo el primero el que estaba en nuestros planes), varias aldeas de algunas casas hechas con palos y señoras con colgantes enormes de abalorios coloridos y hermosos.
También nos cruzamos con un chico espigado, fibroso y de piel de ébano, con falda roja, ojos sin fondo y colgantes que le cruzaban el pecho y la espalda, rozaban sus labios y se entrelazaban en sus orejas. Era un guerrero de una de las tribus samburu que vigilaba, durante la estación seca, que los animales salvajes no atacaran las aldeas.
Y entonces llegamos. Escuchamos el canto de los chicos bajo un árbol. Eran aquellos que se preparaban para ser guerreros y cantaban antes de matar una cabra.
Nos presentó a su hijo y sus dos nietos, que también corrieron y lloraron al vernos. Nos sentamos bajo la sombra de otra acacia, esta vez con nuestra espalda totalmente protegida con árboles con espinas. La mujer de su hijo, tras al menos media hora, nos trajo té hecho con leche de cabra. Quemaba. Los dos se rieron pero Julius me lo enfrió como se lo enfriaban a los niños, pasándolo rápidamente de taza a taza. Rieron más cuando mi hermano también tomó el té que había sido enfriado. Repartimos el pan que teníamos y sacamos la mermelada. Los niños se fueron acercando poco a poco y disfrutaron también de los cacahuetes y las pasas que sacamos de nuestra mochila.
Una vez terminamos el té, su hijo se levantó y volvió con uno de los guerreros. Dijeron algo sobre elegir una cabra y nos ofrecieron la posibilidad de ir con ellos. Caminamos alrededor del rebaño, saludamos a los más de 30 niños que, al vernos, se quedaron muy quietos (algunos de ellos también lloraron), eligieron una cabra y se la llevaron a otro lugar. Los seguimos.
Allí, mientras el hijo sujetaba las cuatro patas de la cabra con facilidad, el guerrero la asfixió y desenvainando el puñal de su cinturón, con varios movimientos rápidos y certeros, le rajó el cuello. La sangre salió y él, como si su cuello fuera un cuenco, se la bebió.
Mis ojos pegados a lo que estaba pasando y mi mano en la boca. No podía intentar pretender entender nada. Tardó menos de lo que hubiera imaginado en vaciar a tragos de sangre una cabra(nunca pensé que escribiría esta frase) y, cuando, se levantó, con gesto erguido y valiente, soltó un erupto de sonido ronco. Si no hubiera sido un guerrero, estoy segura de que se hubiese dado la posibilidad de vomitar.
Prepararon unas maderas, nos alejaron de allá y, extendiendo una capa en el suelo nos invitaron a descansar bajo la sombra en lo que en otro momento hubiese sido el canal de un río. A esas alturas, Baracka, la nieta de Julius, ya era mi amiga y me seguía agarrada de mi mano, mientras que algunos de los otros niños nos miraban desde lejos y daban un paso hacia nosotros cada vez que creían que no los veíamos.
El tiempo pasó de una forma extraña. Los niños jugaban subidos a los troncos de los árboles sin supervisión alguna, lanzaban una flecha con un arco y las cabras se movían alrededor nuestra. Cuando Julius sentía que las cabras se marchaban demasiado de la zona, mandaba a Baracka, que tenía cinco años, a reagruparlas de nuevo.
Otros pastores, todos hombres, se unieron a nosotros poco antes de que llegase el festín. Primero llegaron las vísceras (a mí pesar) y, por no quedar mal, comí algo de pulmón, hígado y riñón.
Después llegaron dos patas y dos costillares atravesados en palos de acacia que apoyaron sobre unas ramas con hojas. Juluis comenzó a partir los mejores trozos y los reunió en un bol que nos acercó. A pesar de asegurarnos que la carne no llevaba nada de sal ni otras especias, la cabra estaba especialmente jugosa.
Comimos juntos hasta saciarnos y, lo que me sorprendió más, sólo cuando prometimos que no podíamos seguir comiendo, repartió las sobras entre los niños (a pesar de haber dado a entender varias veces en repartir con el resto).
Finalmente nos llevó hasta el río. Nos acompañó el guerrero de perforaciones en los oídos que bebió la sangre de la cabra como si fuese protegiéndonos. Así nos sentimos al menos.
A la distancia, al otro lado de lo que debería ser el río (porque también estaba totalmente seco) vimos un señor totalmente desnudo que parecía increparnos por algo. Julius, con talante tranquilo, giró hacia otro lado, pero el guerrero parecía alerta. Caminando por lo que en otros días sería un río, llegamos hasta un par de mujeres que, sentadas frente un hoyo cavado en la arena, sacaban agua como por arte de magia y con una taza rellenaban un gran bidón amarillo.
Con mi cantimplora semi vacía, la sed en el cuerpo y el calor en la piel, no pude evitar pensar en qué pasaría en esas tierras cuando llegase la estación seca. Imagino que sobrevivir, como han sabido hacerlo hasta ahora.
Mientras volvíamos caminando, pasó un coche y tras unas palabras de Julius nos montamos en su parte trasera. Volvíamos a Archers Post, con la tripa llena, varios amigos más, una sonrisa y camellos a nuestro lado. Con muchas nuevas preguntas, como siempre que me pasan este tipo de cosas mientras viajo.
INFORMACIÓN ÚTIL PARA VIAJAR A ARCHERS POST
El pueblo parece algo desolado y el calor y los hombres que quieren vivir del turista pueden resultar algo agobiantes. En la mayoría de los casos, por lo menos con nosotros, todos los que rodean la carretera pueden ser muy insistentes y en ocasiones algo agresivos. Te recomendaría alejarte de ellos.
No creo que sea necesario pagar un guía, la gente de la tribu es amable aunque puede ser algo escurridiza. Lo mejor es acercarte a ellos como personas, sin cámara de fotos, con curiosidad, respeto a su intimidad y espacio. Obviamente me gustaría tener muchas fotos que, de esta forma, sólo quedarán en mi memoria y en mis letras. Si quieres tener la foto bonita y la experiencia de la gente bailando, entonces sí, págate un tour. Si tomas fotos, te pedirán dinero, romperás el momento y te verán como una turista y no una viajera.
Para alojarte en Archers Post con bajo presupuesto te recomiendo The Arch. Nada especial, pero por 1000 chelines la habitación (10 dólares) me pareció más tranquilo, seguro y cuidado que los otros que vimos. (Y los guías no nos despertaron a media noche gritando borrachos).
El sábado es día de mercado. Si tienes las suerte o puedes organizarte, te recomiendo totalmente que vayas. La tribu predominante en Archers Post es samburu, pero en días de mercado puedes ver de todo. Es, simplemente, maravilloso.
Y, lo más sorprendente de todo es que, con todos los animales, gente, colores, abalorios y perforaciones, quienes más llamábamos la atención éramos nosotros.
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