Son tiempos rápidos los de ahora.
Hoy lo pensaba mientras recordaba, como antítesis, mis pasos de ayer. Caminé durante 6 horas y apenas anduve 24 kilómetros. Mis pies llegaron doloridos, mis hombros cansados por la mochila y mi cara tostada por el sol. Anduvimos entre colinas, donde no se oía el ruido de los coches y apenas se veían otros peregrinos. Como perdidos en un mundo donde el tiempo no tenía ningún valor.
Tan sólo 40 minutos tras llegar al destino, y una llamada de 30 segundos, un coche ya había venido a recogernos desde una distancia de 50 kilómetros, devolviéndonos de golpe al mundo frenético en el que vivimos.
Y es que dicen que el tiempo es relativo y que lo importante es el camino, no la meta. Eso dicen.
Y pensando en la velocidad del mundo y la importancia del camino, y no de la meta, mi mente me ha llevado hasta China. Aquella China que visité tan rápido y que, a pesar de eso, me gustó tanto. A aquella ruta en aquel pueblecito donde la meta dejó de ser importante para hacernos ver que lo realmente importante era el camino. Donde el tiempo (o su falta) volvió a ser el protagonista. Donde nos olvidamos de nuestra meta, el pueblecito de YangDi, porque lo que nos dio felicidad sucedió en el camino.
Estábamos en XingPing, un pequeño pueblo rural en la provincia de Guangxi, cuando el sol que entraba por nuestra terraza nos despertó a eso de las seis de la mañana. Ese día, caminaríamos desde XingPing a YangDi, una caminata de unas cuatro horas, unos 16 kilómetros, en la que cruzaríamos tres veces el famoso río Li hasta llegar a YangDi, para luego volver en barquita de bambú por el mismo río. La primera parte del trayecto se sucedió sin mayores sobresaltos. Fotos a una montaña, a otra, a esa misma pero de otro enfoque diferente. Cada ángulo parecía ofrecernos una mejor perspectiva de aquellas montañas kársticas que no me aburriría de admirar. Sin apenas darnos cuenta, nos encontramos al borde del río Li esperando al ferry que nos llevaría al otro lado del río. El muelle, ocupado por una decena de locales que compartían nuestro mismo objetivo, era humilde y sencillo. Oliendo el negocio, algunas señoras de sonrisa hueca y mirada adorable se acercaron a ofrecernos algo de fruta. Más por sus ojos que por la oferta en sí, decidimos comprar a una de las señoras una bolsita de mandarinas, las cuales, como comprobamos en unos segundos, estaban tan ácidas que podían ser confundidas con limones. Al tiempo que ofrecíamos al resto de locales esas despiadadas mandarinas comprendimos un poquito de ese humor tan amarillo. Me encontraba yo en pleno ofrecimiento, luciendo sonrisa y abriendo bien la pequeña bolsa, cuando todos comenzaron a reír a carcajadas señalándome a mí y a mi bolsa. Mis queridas mandarinas rodaban ya por el muelle y se sumergían en el famoso río Li. Los gestos de tristeza, exagerados y cómicos, frente a la tragedia hicieron estallar todavía más carcajadas de los locales. Y fue entonces cuando conocimos al hombre que nos haría sonreír aún en su ausencia. Apareció caminando en nuestra misma dirección arrastrando un carro de obra totalmente cargado. Casi no nos habíamos fijado en su presencia cuando se detuvo, se giró sobre sí mismo y nos miró con aire divertido. Conforme acortábamos los pocos metros que nos separaban, íbamos descubriendo los rasgos de aquel que sería nuestro próximo compañero de viaje. Era un hombre de mediana edad, tez morena y sonrisa amable, de ojos oscuros, rasgados y divertidos. Nosotras, divertidas también, saludamos amablemente en inglés a lo que él únicamente respondió con una sonrisa todavía mayor. Y a pesar de las escasas posibilidades de comunicación, empezó aquí una de las conversaciones más abstractas y curiosas que he tenido en mi vida. Pronto supimos de él muchas cosas, como que no hablaba ni una palabra de inglés (ni la entendía, claro) y que no le gustaba la música, aunque bien podía ser también que tuviese mal oído, porque al hacer referencia a una música que sonaba de fondo continuó caminando con un gesto de indiferencia. Comenzamos haciendo grandes esfuerzos por comunicarnos hablando un inglés lento y pausado que fue mutando poco a poco hacia un castellano masticado (total, ¡qué más daba!). La conversación acabó en frases rápidas y chispeantes aliñadas con bromas que él no entendía pero que igualmente le hacían reír. Él hablaba también, lento y claro, para acabar hablando a un ritmo normal y riendo sin parar. Volvía a casa, que se encontraba a cierta distancia de allí en ese mismo sentido, de hacer unas compras necesarias en XingPing (esto lo dedujimos nosotras por su carro y porque había tomado nuestro mismo ferry). Él, que daba por hecho que nosotras éramos hermanas, supongo que por eso de que todas las occidentales somos iguales, se sorprendió cuando a través de 2 vocablos internacionales como “papa” y “mama” le explicamos que sólo éramos amigas. Pareció perdido después, cuando intentábamos dejarle claro que nos conocimos en la universidad y que no éramos pareja. Al ver como negábamos tras simular el sonido de un beso, él ya no podía parar de reír mientras negaba llevándose las manos a la cabeza. De esa conversación sonsacamos que él tenía una mujer y dos hijos, y, si nos interesaba, uno de los dos parecía estar en edad de encontrar una mujer. Paco, quien recibió este nombre porque al presentarnos y señalarle buscando un nombre con el que dirigirnos a él únicamente repetía algo así como “Pacua”, llegó a su destino. Nos invitó a comer, oferta que rechazamos con tristeza porque teníamos todavía un largo recorrido por delante y un autobús con destino a Guilin a las cinco de la tarde que no esperaría por dos ojos redondos glotonas. Nos presentó a su señora y, lamentablemente, su hijo, el soltero de oro, parecía no encontrarse en esos momentos en aquella casa. Una vez dejamos atrás a Paco, el resto del camino sucedió sin mucha más historia (entendiendo la ironía, claro): una señora, que fácilmente cargaba 70 años a sus espaldas, nos condujo por los caminos más zigzagueantes de aquella pequeña selva cual sherpa en el Himalaya, nos montó en una barca de bambú tras casi una hora de negociación con todos los habitantes de Quanjiazhou, para finalmente tener un encontronazo con la policía. Por lo visto, cruzar el río en ese sentido, a esas horas, o en esas barcas no debía ser del todo legal. Y ahí estábamos por fin; en mitad de ninguna parte. Lo suficientemente lejos de YangDi como para una vez allí no tener tiempo para tomar un transporte de vuelta y lo suficientemente lejos de XingPing para que llegar a tiempo andando hasta el autobús pareciese una utopía. Nos declinamos por la que creímos la mejor opción, y sino así, al menos la más barata. Nos despedimos de la sherpa, aceleramos el paso y cruzamos Quanjiazhou. Acelerando el paso llegamos hasta la casa de Paco, quien saludó sorprendido a aquellas dos ex-extrañas que desandaban lo andado y parecían no tener tiempo ni para respirar. Volvimos a acelerar el paso y tomamos el ferry. Atrás dejábamos las mandarinas acuáticas y a las vendedoras a tiempo completo mientras tomábamos un minibús aparecido milagrosamente que recorrería los dos últimos kilómetros hasta XingPing. A las cinco menos cuarto agradecíamos al servicio del hostal por el cuidado de nuestras mochilas y corríamos por el pueblo hasta alcanzar nuestro autobús. Y, entonces, respiramos. Misión conseguida.Ese día no llegamos a YangDi. Y no nos importó. Lo que nos importó fue no poder quedarnos a comer con nuestro amigo Pacua y su mujer. Y quedarnos, quizás, a dormir. Y no nos quedamos con nuestro recién estrenado amigo porque un autobús, que andaba más rápido que nosotras, se empeñó en llevarnos a la siguiente ciudad. Y es que son tiempos rápidos los de ahora. 15 días para recorrer China ¿quién lo pensó? ¿quién pensó que eso sería suficiente? Y no lo fueron, pero sin embargo fueron suficientes para saber que sería bonito volver. Y saludar a Pacua, y darle las fotos, y comer con ellos, en mitad de la nada, hablando por signos, escuchando el río. Y llegar a YangDi, o quizás no. Pensar por un momento que el tiempo no nos controla, que no tenemos prisa y que podemos elegir.
...
Y fue días después en Beijing acompañadas entre cervezas de Xinxin, nuestra amiga Couchsurfer, cuando Paco volvería para hacernos reír de nuevo. Contábamos nuestra historia cuando Xinxin, con gesto divertido, preguntó si conocíamos el significado de “Pacua”. Empezábamos a temernos que Pacua no significaba exactamente un nombre chino cuando llegó su confirmación con un “Qué graciosillo”.
Paco, nuestro amigo Paco, ¡había estado llamándonos cotorras durante todo el camino!
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