Madrugar, caminar bajo el sol perdida en un Bangkok que parece despierto mientras mi cuerpo sigue soñando en la cama, tomar un taxi y llegar a la estación de tren. Nervios, felicidad. Hoy, comienzo a moverme. Me voy para el oeste de Tailandia: Kanchanaburi y el puente sobre el río Kwai me esperan.

Parece que todo el mundo me mira cuando bajo del taxi, cojo mi gran mochila e inspecciono la zona. Llego pronto, como casi todos aquellos que esperan tranquilos sentados en su sitio. Compro el billete, y agradezco internamente lo fácil que es comunicarse aquí en Tailandia. Apenas hablan inglés pero todo el mundo comprende el nombre de las ciudades y sabe decir los precios en un inglés que suena algo achinado. En un puesto callejero frente a la estación compro un zumo y algo parecido a unos churros...hechos hace un buen rato.

El tren aparece puntual en la vía y, junto a mi nuevo amigo inglés, monto en el tren. Las diferencias físicas, que desde casa parecían un posible peligro, se antojan ahora una de las mejores armas contra la soledad. Hacer amigos entre viajeros es tan sencillo como preguntar de dónde eres o a dónde vas. Después vendrán cuánto tiempo llevas viajando y cómo te llamas. El tren, viejo, limpio, con gruesos bancos de madera y ventanas abiertas me resulta acogedor. No tanto para mi nuevo amigo, del que ya olvidé su nombre, que una vez pone su trasero en el banco éste se hunde hasta el suelo del tren dejándole también a él casi sentado en el suelo. El hielo que separaba locales y turistas ya ha sido roto y vienen ahora un continuo cambio de risas primero, sonrisas después y palabras que no comprendemos para finalizar.

El tren se pone en marcha, y agradecemos el viento que entra por la ventana aunque suponga mucho ruido y una arenilla que acaba por meterse en tus ojos. Tras dos horas de continuas sonrisas, fotos robadas y vendedores ambulantes que pasaban cada vez con comidas que parecían más apetitosas llegamos a Kanchanaburi.

Kanchanaburi es famoso por el Puente del ferrocarril de la Muerte. Este puente, aunque de primeras no se diferencia mucho de cualquier otro, esconde una gran historia detrás (y una película) que le hizo convertirse en icono de la zona.

Un poquito de historia

En 1942, durante la 2ª guerra mundial, las tropas niponas que ocupaban Tailandia decidieron construir una línea de ferrocarril  que uniese Bangkok con Rangoon. De esta forma, mantendrían ocupados a todos sus prisioneros de guerra (que eran muchos) al mismo tiempo que solucionaban el problema de transporte de mercancía y armamento hacia Birmania con el que pretenderían acercarse a la conquista de India, evitando así atravesar el estrecho de Malasia y el mar Andamán que los hacía vulnerables frente a las submarinos del bando contrario.

La construcción de esta vía, conocida hoy como ferrocarril de la muerte, se construyó en un tiempo récord, sólo 16 meses, y se llevó consigo más de 100.000 vidas debido a lo difícil del terreno, las malas condiciones de los prisioneros y las enfermedades que acecharon.

Este puente fue inhabilitado 20 meses más tarde por los aviones aliados. Un hecho que, sin duda, pudo ser clave en el desenlace de la guerra.

La actualidad

Si eres de los que la historia te da igual te habrás saltado todo el rollo anterior... Comencé a pasear por el otro lado del río Kwai. No me digas porqué, no lo hice de forma premeditada ni a sabiendas que aquello sería lo más bonito, pero así lo hice. Paseé bajo un sol de mil demonios, sola, aislada de la gente, por un paisaje verde y relajante como ninguno. Intercambié unas palabras con una señora tailandesa tan simpática que me la hubiese llevado conmigo durante unas horas y a medio kilómetro de llegar al puente un señor policía en moto me preguntó si iba hacia el puente y si quería que me acercase. Rechacé la oferta, el paseo era bonito y estaba disfrutando, aunque no pude evitar sonreir por lo simpáticos que son los tailandeses.

Al llegar al puente me decepcionó. Totalmente. No sé qué esperaba, la verdad. Quizás no esperaba ver un trenecito de colores turístico cruzar sus vías o no esperaba ver a unos 30 turistas (como yo) con cámara en mano cruzando las vías. Quizás esperaba algo más ceremonioso, más respetuoso, o simplemente un puente sobre el que pesase una gran historia. 

Al otro lado, un montón de resorts y puestos callejeros daban de comer a los que hambrientos (como yo) buscaban algo que echarse a la boca.

Pero fue ya de vuelta, andando esta vez por el otro lado del río, cuando paré a tomar unos Pad Thai en un pequeño "restaurante" callejero. Sin duda, los mejores que he probado hasta ahora ¡y sólo me costaron 30 Baths!

Poco a poco voy mejorando con la cámara de fotos, eh?

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