Llegas a Islandia y te golpea en la cara. Con su frío, con su lluvia y con sus precios. Con sus paisajes de otros mundos. Porque cuando uno llega a Islandia, en seguida se da cuenta de que no sólo encuentra un país, sino muchos, y no sólo un planeta, si no que le permite soñar con muchos otros que no conocemos.

Sus ciudades, que no son sino pueblos en otros países, sus casas bajas, blancas y de tejados coloridos. Sus formas rectas, prácticamente cuadradas y sus paredes son, muchas veces, de materiales hasta ahora irreconocibles que transportan mi mente a los contenedores de barcos transoceánicos, tan duros, tan metálicos y prácticos, en realidad, tan poco estéticos. Sus pequeñas iglesias, a menudo de colores, y tan pequeñas, que parecen como si fuesen de juguete.

Islandia aúna, de una forma casi magistral, el turismo de lujo, de masas y de montaña, de una forma tan extraña, y al mismo tiempo tan natural, que a nadie le asombra. Nadie se extraña.

El clima es frío, pero se disfruta el sol de agosto en la cara y se aprovecha cada minuto que eres capaz de sacarte la chaqueta. Así pasa un poco también con la gente, que te sorprende, a veces, con una inesperada calidez nórdica sincera. Una amabilidad sin extremos, con una sonrisa y una pequeña conversación siempre preparada. Lejos de compromisos innecesarios, frases vacías o poco prácticas. Es verdad que se maldice la lluvia, te preguntas qué harás, si lo soportarás y, sin embargo, tras tres días te haces consciente de que no dura eternamente, que tal como empieza se marcha y de que sólo moja, pero se seca después. Si un día no llueve, es que tienes suerte, pero además, te prometo, que te lanzas a visitar una cascada y te mojas entera. Y sientes la alegría en la cara, en tus piernas y en la espalda, porque como la lluvia, el agua de la cascada, del mar, del glaciar o del geyser también se seca.

Llegas a Islandia, y tu boca se convierte en un trapo, incapaz de vocalizar ni uno de esos nombres que lees en todos los lugares, tu memoria en un chiste y se escapan las ganas de aprender alguna palabra.

Los días se alargan, creando una soñada hora azul infinita, amaneces temprano y cuando llegan las ocho esperas que anochezca, como quien necesita una excusa para ser capaz de dormirse aún estando cansada. Y como la luz no lo hace, te convence el frío, porque deseas, cada noche, acurrucarte en tu saco y que sea el sol, unas horas después, sin que percibas la noche, quien te despierte.

Y poco a poco, sin darte cuenta conforme pasas tiempo mochileando por Islandia, tú te conviertes, como las casas, en alguien dura y práctica y, sí, cada vez menos estética.