No sé si sabéis algo de perros. Yo sé poquito, pero sabía menos. Pero para eso están los demás, para eso están los amigos, para enseñarte. Y yo tengo un buen amigo que se ha leído todos los libros existentes y que los ha observado con detenimiento. No sólo aprendí sobre perros con este amigo, aprendí mucho de la vida, del amor y de mí misma, pero hoy quería escribiros de perros. ¿Raro? Quizás, pero es que si supiésemos más sobre los animales sabríamos más sobre nosotros mismos.

El Camino está plagados de perros. Los hay buenos, los hay simpáticos, los hay cariñosos y los hay juguetones. También están los perros que muerden, los que enseñan los dientes y aquellos que ladran.

En el Camino, hay mucho perro que ladra. Y de estos quería hablaros. Porque asustan, porque incomodan, porque molestan. Te hacen pensar en el peligro, te aceleran el corazón y te hacen pensar en esos miedos cuando tú, hasta ese momento, no habías pensado en ellos.

Esos perros, los que ladran tanto, sin sentido y desbocados, los que te asustan, están frustrados. También pueden estar asustados. Me dijo mi amigo. Y pienso en esas palabras cada vez que un perro se interpone en mi camino, enseñando sus dientes, ladrando como un loco y haciéndome sentir tan indefensa. Pobre, me digo. Nadie le ha explicado que no hay razones para frustrarse ni estar asustado. No soy ninguna amenaza.

¿Pero por qué puede estar frustrado un perro? Sólo son perros... Pero mi amigo me contó más. Porque alguien les hizo daño, porque alguien les dijo que esa propiedad les pertenecía y debían protegerla, porque están atados, encerrados. Me explicó. Porque creen que quieres atacarle, hacerles daño, quitarles lo que ya tienen.

Hay muros que parecen realidad

En el Camino me he encontrado muchos perros que ladran. Como locos. Admito que al principio me asustaban con sus ladridos. Mucho. Tenía miedo a que me pasase algo, a que no pudiese continuar mi Camino, a caerme mientras escapaba de ellos o peor, a que tras varios sustos, y varios ladridos, no fuese capaz de continuar con el Camino que había comenzado.

Pero poco a poco fui dándome cuenta de lo que mi amigo me había contado. Recordé que se trataba de perros frustrados o asustados, perros que han olvidado la sensación de andar y correr en libertad, de vagar. Perros que se empeñan en defender su propiedad, su trabajo y su comida, aunque no les pertenezca. Porque no saben que eso que creen suyo jamás lo será, pues pertenece a alguien mayor, más poderoso y con menos corazón.  O quizás sí lo saben, y es,  justamente eso, lo que les hace ladrar al verte caminar tan libremente.

Antes, ante cada ladrido, me escondía. Huía. Le daba la espalda. Sus ladridos me molestaban, me estresaban y me atemorizaban tanto, que sólo quería estar lejos de ellos. No escucharlos. Me marchaba despotricando y enfadada, algo frustrada. Pero poco a poco, me he acostumbrado. Los veo a distancia, encerrados, atentos a mis pasos ante los cuales ladrarán desesperados. Ya no cambio mis planes por ellos, ya no corro o me escondo, ya no me marcho más rápido de su lado.

Y los miro, como intentando hacerles comprender que no soy yo quien hizo que se encontrasen así, ni quien pretende asustarles, ni que sea a mí  a quien tengan que ladrar.