La bienvenida a Guatemala me la dio una barca demasiado cara, impuntual y alocada, que brincaba cruzando el estrecho camino que separaba Punta Gorda de Puerto Barrios. Me dejó en un puerto tranquilo donde sellé mi pasaporte en una pequeña oficina que no parecía una oficina, donde pagué mi primer "alquiler" de baño por un baño sucio y desde donde me dirigí caminando a la calle donde salían los autobuses hacia Río Dulce.
Cruzar ese mar había sido como cruzar a una dimensión de la que me sentía demasiado alejada. Demasiado desvinculada. De pronto, las calles se habían llenado de gente, de coches, de ruidos y puestos callejeros. De un ritmo agitado que se estampaba, demasiado de golpe, con mi motor en ralentí y mi ritmo beliceño. No entendía porqué los hombres gritaban en las puertas de una minivan y me empujaban al interior mientras sonreían al decir unos precios que mi mente, que todavía calculaba en dólares, no conseguía comprender.
¡BIENVENIDA A GUATEMALA!
Si eso era Guatemala, Guatemala (me) olía a motor y a pollo frito. Guatemala era demasiado Guatemala para una viajera que se había acostumbrado (demasiado fácilmente) al ritmo tranquilo de Belice.
Perdida y siguiendo órdenes, me monté en una minivan que no pararía de llenarse. Con un bebé en mi rodilla, el trasero de un señor en mi nuca y un bolso cerca de la cara, entablé conversación con un señor muy amable que estaba de viaje y que me hablaba de su viaje por España con mucho cariño, mientras el señor que cobraba los pasajes seguía gritando la posibilidad de subirse a una furgoneta en la que yo no conseguía ver más espacio.
La furgoneta paraba cada poco rato, gritaban destinos que todavía no conocía y el espacio que ganábamos cuando algunas de las personas descendían no tardábamos en perderlo cuando inmediatamente después subía otra. Bien cargada, con decisión y cabeza gacha para poder encajar de pie en esa furgoneta de techo bajo.
Ese ajetreo y locura, junto a los paisajes verdes que se adivinaban desde ese semioasis de locura en la que se había convertido la furgoneta para mí, me dibujó una sonrisa. Sonrisa que, al bajar cerca de Morales para cambiar de autobús, se remarcó al ver que, al lado de esas enormes freidoras de pollo que estaban en cada esquina había, también, grandes cantidades de patatas fritas.
Así, con patatas fritas en cada esquina, no me podía ir mal en Guatemala.
¡Bienvenida a Guatemala! Me dije
mmm... Difícil para ir con familia completa.. Porqué tomaste ese microbús?
Lo tomé porque era el que había. De todas formas, si viajas con familia (y no te importa gastar un poco más) en Guatemala siempre se pueden encontrar "transfers" privados o semi privados (compartidos con otros viajeros). Un saludo!
Te sigo en Facebook...soy de Chile.
Y quisiera seguir tu estilo de vida.
Pero tengo mi mochila cargada de miedos que no me deja dar un paso.
La mochila siempre sale de casa cargada de miedos Claudia! Pero (te prometo) que los vas perdiendo por el camino. Ánimo con ese viaje! Un abrazo!