Me despierto despacio en una habitación en la que la luz entra por unas ventanas sin persianas. Se oyen ruidos huecos provenientes del despertar de los apartamentos adyacentes y escucho la respiración cercana de alguien que todavía duerme en el mismo espacio que yo. Me levanto en silencio intentando ahogar los sonidos de esa cama en la que una manta actúa a modo de sábana y mi propio saco de dormir a modo de manta. En la otra esquina de la habitación, en un sofá que se convirtió en cama, duerme el dueño de la casa.
Haciendo más ruido del que me gustaría, todavía en pijama, pongo agua a calentar y preparo un té caliente que me ayude a despertarme. El ventanal frente a mí de este apartamento en un décimo piso me muestra una decena de edificios altos, rectos y coloridos que me llevan a la era soviética de aquella ciudad de Eslovaquia y adivino detrás de ellos un centro histórico de menos altura, de más años y más belleza.
Couchsurfing es esto, me digo mientras mi té humea y veo cómo el chico se remueve en su cama, se gira sobre sí mismo y continúa durmiendo. Es entrar de lleno en una casa ajena, apropiarse de sus reglas, rutinas y secretos, conocer a alguien en la desnudez de la intimidad de su casa sin corazas ni poses. Es entrar en la vida de alguien de golpe, descubrir dónde duerme, qué come y cómo vive: su día a día, sus noches y sus rituales. Averiguar si es una persona ordenada y metódica o un caos con patas, si es de esas personas que da un salto de la cama, se ducha y desayuna o de esas a las que les puede el sueño y se estira durante largos minutos en la cama. Couchsurfing es desayunar con un desconocido, en pijama, con legañas y con el pelo despeinado (porque es así como yo me despierto) y compartir un momento, una charla, una cena o todo un día (dependiendo del tiempo que cada uno pueda ofrecerte) con alguien que no conoces de nada. Ir rompiendo poco a poco todas esas distancias que te alejan de alguien desconocido pero desde la cercanía e intimidad que supone compartir un espacio (muchas veces pequeño). Couchsurfing puede resultar a veces algo incómodo o violento, pero también bello, como un baile entre dos personas que bailan juntas por primera vez.
Con un débil Dobry, unos ojos prácticamente cerrados y una mano a medio levantar se dirige a la ducha rechazando un té recién hecho. Me sonrío cuando sale y me encuentra, todavía en pijama, todavía dormida y todavía con el té en mi mano mirando aquellos edificios delante de las montañas y ese centro histórico que sólo adivino. Se siente raro estar tan a solas con un chico, en un apartamento de una sola habitación, desayunando en pijama rodeada de una intimidad que sólo se tiene con quien se comparte sábanas. Habrá quien piense que es peligroso, aventurado, arriesgado o loco, meterse así, por las buenas, en un lugar con un hombre al que no conoces para pasar la noche. Sin embargo yo sólo veo lo bello, el respeto al otro llevado al extremo y las distancias medidas, la amabilidad y hospitalidad de quien cede su cama para dormir en un colchón más incómodo y abre las puertas de sus rutinas para que éstas sean rotas por unas horas. Couchsurfing es la victoria a una guerra del miedo, a ese individualismo que nos aleja.
Pincha aquí si quieres leer sobre unos cuantos consejos sobre hacer Couchsurfing sola.
O aquí si quieres saber más sobre Viajar a Eslovaquia
Tú que llevas a tus espaldas muchos kms recorridos en solitario y has conocido muchísima gente de innumerables países, con costumbres muy diferentes, tú más que nadie deberías saber el riesgo que eso supone.
En cambio, vas y "te la juegas", das un voto de confianza al ser humano. Seguramente en un 99.9% sale bien, pero nos han acostumbrado a tener miedo, a desconfiar del vecino, del que es distinto, del que reza a otro Dios, en pocas palabras, nos tienen acojonados. Todo eso para podernos manipular y servir a los oscuros objetivos y pingües beneficios de los que mandan.
Por suerte, siempre habrá valientes como tú, que demuestren que todo es posible. Gracias por compartir tus aventuras.