¿Cómo estás? ¿Cómo ha sido la vuelta? Apenas te tengo a cinco horas en coche y te siento más lejos que antes. Y eso que ahora puedo llamarte. Ya no escribes tanto y oye, cómo que ya no sé lo que piensas. ¿Qué andas haciendo?
Hace nueve días tuve tiempo de disfrutar de un atardecer. Fue precioso.
Y sin contestar, le contesté todo.
Hace nueve días, mientras tecleaba en el ordenador, la habitación se tiñó de rosa. Miré por la ventana un cielo rosa que mutaba poco a poco a un tono anaranjado. Los tejados descansaban en la parte inferior de mi mirada, los pájaros reposaban en las antenas y los molinos de viento permanecían detenidos.
Salí a la terraza. No había ni una gota de viento. No parecía diciembre. Sentí la calidez del sol en mi cara. Se escuchaba el silencio.
Me sentí afortunada, como quien recibe un regalo inesperado. El sol me deseaba las buenas noches de la forma más bonita y poética que sabía hacerlo y yo estaba ahí para disfrutarlo. Con todos mis sentidos activados.
El atardecer en Peralta que dio lugar a este artículo
El placer que sentí me hizo consciente del tiempo que había pasado sin disfrutar de un atardecer. Y sentí pena. Se me entremezclaron los sentimientos, como casi siempre me pasa, y sentí nostalgia. Me di cuenta que el atardecer es algo que casi siempre disfruto cuando estoy de viaje. Es algo casi inconsciente, pero casi sistemático. Me gusta buscar un buen lugar para disfrutar del atardecer, preguntando incluso a la gente que vive allá por el mejor lugar. Son muchas veces las que el preguntado se sorprende. Muchas veces no contesta. Muchas no sabe y, otras, ni siquiera sabe decirme por qué lado se meterá el sol. Siempre me sorprende cuando estoy de viaje. ¿De verdad no tienen tiempo para disfrutar de un atardecer? Decir adiós al día, hacer balance. Disfrutar de ese regalo diario.
Pero no, no saben. No tienen. No quieren. No son conscientes.
Me recuerdo, hace ya más de tres meses, hablando con Gustavo, en su camión, en algún lugar entre Córdoba y Jujuy. Se ponía el sol y los dos, conscientes (y) afortunados, disfrutábamos de aquella despedida.
No entiendo a la gente. Qué puede haber más importante. Más bello, más urgente.
Por eso adoro el camión. No hay día que me pierda una puesta de sol.
Atardecer con Gustavo
Se hizo el silencio. Llegó la luna. La luna más naranja y grande que he visto en mi vida. Gustavo disfrutó de mi emoción y en mitad de la nada detuvo el camión. Nos subimos al techo de la cabina, y compartimos un espectáculo repetido para él, pero nuevo para mí.
Y a veces es más grande. Más naranja.
¿Y te cansas?
No me canso, pero hoy me has hecho valorarla. A veces se me olvida de lo única que es, de lo afortunado que soy.
Sí, supongo que pasa.
Atardecer en Incahuasi, el salar de Uyuni
Y ella, la que disfrutó ese atardecer y otros más de doscientos, se enfada conmigo. Hace nueve días tuve tiempo de disfrutar de un atardecer. O las ganas, ya no sé.
Pero sin saber cómo, ni por qué, aquí me tienes, escribiendo, tecleando, mientras, a mi lado, al otro lado de esa ventana, se pone el sol.
Mañana sí, pero con este atardecer, ya son diez.
Atardecer en Isla del Sol, Bolivia
Y tú ¿hace cuánto que no tienes tiempo de disfrutar de un atardecer?
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" ¿Y si viajo sola? El libro que te dará el último empujón."
¿Has probado vivir los amaneceres?
Cuando tengo el tiempo (y las ganas) intento vivirlos...! Pero de eso hablo, ¡qué difícil es siendo tan fácil! Un abrazo Jose!