Hace días que se clavó la chincheta. Esa que impide que me siente, que impide que piense con claridad y con estabilidad. Esa chincheta que me chincha, valga la redundancia, y que me recuerda que no estoy hecha para estar (a)sentada. Muévete. Viaja. Toma el primer autobús y comienza a andar. A vivir. A respirar otro aire y otras ciudades. A sentirte libre y liberada. Esa vocecita, endiablada, sabionda e insistente que me presiona cada minuto. Cada segundo.
Sí. Hace días que esa chincheta se clava más fuerte. Queriendo hacer daño, recordándome que llevo más tiempo del planeado (y del deseado) quieta en este lugar. La cabeza lucha contra ella, convenciéndola de que hago lo correcto y de que tengo razones, más que razonables, para quedarme donde estoy por un par de semanas más. Porque luego, luego ya viajarás. Y caminarás. Acamparás sola y saldrás de tu zona de confort. Planificarás nuevos viajes, y nuevos proyectos. Pero ahora, ahora debes quedarte quieta un par de semanas más. Habla ahora esa otra vocecilla, calmada y responsable. Siempre tan razonable.
Pero la chincheta, que es más tozuda, más molesta y más dolorosa, me recuerda que no estoy hecha para estas tierras, ni para estos ritmos. Y me lo recuerda como ella sabe, haciendo daño, con un pinchazo en el culo cada vez que intento sentarme.
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