Kong Lor sería mi respuesta para todo aquel que me preguntase por lo mejor de Laos, a pesar de saber lo arriesgado de la respuesta. El camino hasta allí no es sencillo, incluso para quien ya esté acostumbrado al nivel de Laos, pero la amabilidad, el cariño, las sonrisas de los locales, la tranquilidad y los paisajes del pueblo hacen que en el primer momento en el que pones el primer pie en el suelo sepas que todo lo anterior mereció la pena.

Quizás alguno de los que leen esto se han echado las manos a la cabeza, quizás otros las han echado al mapa y quizás otros confirman mi afirmación. O quizás no. Pero yo, sin duda, tras viajar durante tres semanas por Laos, le doy a Kong Lor mi número uno. Y eso ¿por qué?

Admito que fui de las que, Lonely Planet en mano, me planteé la "necesidad" o no de hacer una parada en el centro de Laos. Por un lado, pasar desde Vientiane hasta Pakse sin parar en ningún lado me parecía perder una gran oportunidad, por otro, llegarte hasta Kong Lor consume una gran cantidad de tiempo y de dinero que de la otra forma te ahorras. El debate estaba abierto. ¿Merecerá la pena? ¿tengo tiempo de llegarme hasta allí? ¿y el dinero? ¿será el autobús tan mortal como dicen? Y una vez allá ¿será caro entrar en la cueva? ¿habrá algo más para hacer?

La curiosidad por la cueva, el hecho de no querer dejarme "medio" Laos sin conocer y el tener tiempo suficiente me hizo decantarme por la visita. Recuerdo tomar el autobús pronto en la mañana y llegar al pueblo a la hora del atardecer. Disfrutar con los últimos kilómetros. La luz perfecta, el paisaje indescriptible y las ganas de bajar del autobús hicieron que me olvidase de las horas anteriores en ese mismo momento. La amabiblidad con la que nos trató la señora de un hostal cercano y la sonrisa y las ganas de jugar de unos niños, que vinieron corriendo a nuestro encuentro, hicieron el resto. Apenas éramos más de diez turistas en aquel pueblo. Los locales, aunque acostumbrados, disfrutaban todavía de la visita del turista. Allí sólo había paz, gamas de verdes, sonrisas, ganas de jugar e instantes que intentar captar en diferentes fotos. Fue amor a primera vista.

A esas horas poco más había que hacer en aquel pueblo que cenar. Momentos después, Kong Lor se sumiría en una absoluta y mágica oscuridad que invitaría a recogerte en la habitación para esperar al día siguiente.

Los cinco turistas que habíamos venido juntos en el autobús quedamos para acercarnos juntos a la famosa cueva de Kong Lor, quizás así nos salía más barato. La cueva nos esperaba a un kilómetro escaso de la última Guest House del pueblo. Las nubes escondían las montañas, los niños saludaban a la espera de alguien que quisiese jugar con ellos y el paisaje, aunque nublado, te dejaba sin palabras.

Todo está preparado para todo aquel que se acerca hasta la cueva. Primero un pago por entrar al parque natural, después toca pensar en las barcas. Las barquitas no son para cinco y nos dividen en dos grupos. Sale algo más caro pero no tenemos otra opción. Linterna en la cabeza y salvavidas atado seguimos para adelante. Y de nuevo un paisaje increíble.

Los ojos se van acostumbrando a la luz conforme entramos en la cueva. Se ve un lago en el interior de la cueva y unos barcas de cola larga. En el primer momento me doy cuenta de que no llevo el calzado adecuado, tengo que meter mis pies en el agua para alcanzar la barca y llevo unas zapatillas de trekking. Pero ya no hay nada que hacer.

A pesar de no tener miedo al agua, admito que en un primer momento la sensación de sobrecogimiento es alta. Todo está oscuro, la cueva no está masificada y la sentimos totalmente nuestra. Gotas de agua caen en algunos lados y chorros de agua en otros, la barca pasa justa por algunos puntos de la cueva y no se escucha más ruido que el del motor de la barca. Poco a poco, cuando los ojos ya se acostumbran, y son capaces de detectar las diferentes formas, la barca se detiene para dar a pie un pequeño paseo entre estalagtitas y estalagmitas.

A excepción de un momento en el que tenemos que bajar de la barca debido a la poca cantidad de agua, todo el recorrido se sucede sin imprevistos. La salida al exterior, al otro lado de la montaña, nos deja sin aliento. Los ojos se acostumbran de nuevo a la luz, a las montañas y el verde parece más verde que nunca.

Tras parar a tomar algo en un pequeño pueblo a la orilla del río, nos preparamos para la vuelta a la que se unen dos locales a pesar de que, en principio, la barca no era apta para 5 personas.

El amor por el pueblo hizo que quisiese alargar un día más mi estancia en Kong Lor con la idea de alquilar una moto y darme una vuelta por la zona, disfrutar de los campos de arroz, ver los búfalos de río revolcarse en los charcos, los niños moviéndose en bicicleta de un lado a otro del pueblo y los campesinos trabajando. Pero alquilar una moto en Kong Lor fue imposible, ni siquiera una bicicleta. Finalmente, y a cambio de una cerveza, conseguí una bicicleta destartalada, con una rueda pinchada y sin frenos, para dar una pequeña vuelta por los alrededores del pueblo.

¿El plan final? Darme un baño en los alrededores de la cueva, con la lluvia cayendo, las montañas vigilando y los locales pasando a mi lado con mirada sonriente y divertida. Un plan que volvería a repetir.