Viajar al norte de Kenia no es una decisión que se toma al azar. Se piensa, se mastica y después se toma. Se decide y se afronta. Cada paso que se da hacia el norte de Kenia lleva su tiempo, dinero y esfuerzo y cada paso, también, merece la pena.
Decidimos dejar la zona cómoda del país y dirigirnos al norte de Kenia estando en Nanyuki, uno de los pueblos más visitados de los alrededores de Monte Kenia. La primera, y maravillosa parada, en nuestro camino hacia el norte del país fue Archers Post y, como ya expliqué en el artículo Dos días en Archers Post el corazón de la tribu samburu, recomiendo la visita de forma efusiva. Ahí, sin embargo, rodeados de sabana, calor y polvo, todavía no sabíamos que la dificultad, lo árido (y también lo especial) estaba por llegar.
DE ARCHERS POST A MARSABIT
Valoramos varias veces cómo afrontar nuestro camino hacia el norte de Kenia y, para ser sinceras, ninguna de las opciones resultaba especialmente halagüeña. Nuestro objetivo final era el lago Turkana, el lago permanente más grande del mundo en un área desértica y ver más tribus keniatas de cerca, esta vez la tribu turkana (pincha aquí para ver mi experiencia con la tribu samburu).
Estando ya en Archers Post, nos decidimos por acercarnos al norte a través de Marsabit, ciudad a medio camino (exacto) entre el lago y nuestro punto de partida.
A pesar de ser sábado de mercado, de haber madrugado y de la infinita paciencia que llevábamos en la mochila, no fue fácil encontrar un matatú que nos llevará hacia el norte de Kenia. Al menos, no fue fácil llenarlo. No miento si digo que estuvimos más de tres horas hasta que todos los asientos se llenaron y, sorpresa, el autobús ni siquiera iba hasta Marsabit si no que se quedaba a mitad de camino en un pueblo en mitad de la nada.
Aún así, no puedo decir que perdiésemos el tiempo, sólo el hecho de quedarnos quietos en Archers Post en día de mercado puede considerarse una experiencia. Las diferentes tribus pasaban ante nuestros ojos, algunos saludaban y otros hasta nos robaban fotos.
El matatú se llenó, salimos las 11 personas que entraban en el autobús llevando cuatro militares en mi espalda y cuatro metralletas, apuntando hacia el techo bien cerca de mi cabeza. El señor sonrió cuando bromeé sobre cambiarla de lugar pero no, no la cambió.
Si nadie había tenido prisa para llenar el autobús, nadie parecía tenerla para salir de Archers Post dirección al norte de Kenia. Pusimos gasolina, paramos a añadir algo de carga extra al matatú y, cuando ya parecía que cogíamos ritmo, éste pareció fallar, aunque a ritmo lento conseguimos continuar. Nos detuvimos para que los militares compraran una leche que un señor con cojera les acercó a ritmo lento hasta el matatú y, una hora después y menos de 30 kilómetros recorridos, se detuvo otra vez para llenar unos bidones de agua.
Eran más de las dos, estábamos a más de 200 kilómetros de Marsabit y si teníamos una seguridad es que esa tarde no llegábamos. Pero las cosas pasan y, mientras cargaban agua y nosotros nos estirábamos, pasó un jeep que se detuvo al vernos. También eran militares. Nos ofrecieron llevarnos a cambio de un precio, lo negociamos con otra señora que también quería ir a Marsabit y, algo apretados, nos montamos en la parte trasera del vehículo que, en comparación con el matatú, volaba. El paisaje se tornaba más seco, solitario, más áspero y, por primera vez en mi vida, vi como en la carretera un pastor, que no era más que niño, pedía agua, (y me descorazoné cuando el conductor no hizo ademán de detenerse).
Hicimos una parada porque los conductores querían rezar y noté por primera vez la influencia del Islam, más marcada en el norte de Kenia. La imagen del niño volvió a repetirse, haciéndome sentir mal cuando me noté menos descorazonada la tercera vez.
El paisaje se pintó de montañas verdes, pequeñas y prominentes cuando rozamos Marsabit. Eso sí que, a esas alturas, después de varias horas de desierto, ya no me lo esperaba. El aire caliente que entraba entre las lonas como si tuviéramos una estufa cambió por un aire fresco más benevolente y la ciudad que parecía bonita en el mapa se nos presentó desmejorada y sin nada de gloria. Los hombres parecían sorprendidos de vernos (aunque Marsabit es parada casi obligatoria para quien viene de Etiopía), había bastantes gorrillas y las señoras, chicas y niñas iban generalmente tapadas. El hotel que elegimos, con aire de rihad marroquí, tenía en su interior una mezquita. Eso, en Kenia, tampoco me lo esperaba.
Creíamos que Marsabit sólo sería para nosotros una parada rápida y obligatoria antes de tomar dirección al lago Turkana y sin embargo, también ahí, nos equivocamos. El autobús a Loiyangalani desde Marsabit sólo salía dos veces por semana, costaba mil chelines y nos juraron y perjuraron que el domingo no, pero que el lunes salía seguro. Pues tampoco ellos acertaron. El lunes, después de dos horas de espera en la estación y de ver como cargaban y cargaban cosas en el pobre autobús, nos dijeron que no, que el autobús no salía hasta mañana. Que no estaba lleno y que teníamos que esperar a que se llenara. Se rieron de mí cuando pregunté sobre el tema y me preguntaron si sabía lo que era mañana.
Yo sí, pero quizás ellos no lo sabían ayer.
Íbamos al norte de Kenia, al lago Turkana, y el autobús a Loiyangalani desde Marsabit, donde ya habíamos pasado tres noches, nos confirmaba que no iba a ser tarea fácil.
EL AUTOBÚS DE MARSABIT A LOIYANGALANI: UN SINÓNIMO DE AVENTURA (Y PACIENCIA)
El martes salió el autobús de Marsabit a Loiyangalani, un pueblo perdido en el lago Turkana, al norte de Kenia.
A la una y media, cargado hasta los topes, con el asiento 1 y 2 (seguramente los mejores asientos fruto de haber comprado el billete con más antelación que el resto) y con unos pasajeros de lo más variopinto emprendimos la marcha.
- Llegará a medianoche - nos dijeron.
Llegar a medianoche suponía 10 horas de viaje, lo que hacía una media de 24 kilómetros por hora. Parecía una locura, algo imposible, y, sin embargo, nos lo creímos.
La carretera hacia Loiyangalani se bifurca a los pocos kilómetros de salir de Marsabit, convirtiéndose en una sucesión de piedras, arena y baches. Cruzaba un parque nacional en el que no vimos ningún tipo de animal salvaje, pero sí pastoreo (camellos y cabras) y pasamos por una zona llena de volcanes. El autobús, a sus 20 kilómetros por hora, sorteaba (no sin cierta maestría) cada uno de los obstáculos.
Hacia las dos horas decidieron que era un buen momento para detenerse a mear. No había coches que viniesen de frente (ni vendrían por atrás, podíamos estar prácticamente seguras) y, cuando las mujeres se fueron hacia los arbustos, me fui tras ellas. Me recibieron con sororidad y me avisaron de que me diese prisa porque el autobús salía. Yo, que tuve que hacer todos los apaños que una tiene que hacer cuando tiene la regla, fui lo más rápida posible y les di las gracias en suajili a unas señoras que no parecían entender nada.
Por supuesto, el autobús no salió inmediatamente. Las prisas, parece, sólo las tenía yo.
Tras tres horas de calor sofocante, polvo y carreteras de arena en las que el autobús parecía poder quedarse atrapado, habiendo pasado sólo un par de pueblos turkana en mitad de la nada, llegamos a Kargi, a 60 kilómetros de Marsabit. Parecía un viaje demasiado largo y complicado para haber recorrido sólo 60 kilómetros.
En Kargi nos recibieron con muchas miradas, algún Jambo y leche de camello que, por motivos de salud, no nos atrevimos a probar. Las mujeres vestían grandes collares y, como los hombres, se encontraban sentados bajo la sombra.
Seguimos nuestro camino perdidos en mitad de lo que podría considerarse un desierto haciendo alguna parada en la que algunos de nuestros acompañantes se bajaban. No podría decir a dónde iban si parecía que, a bastantes kilómetros a la redonda, no había nada. Cuando el sol se ponía, enorme, naranja y hermoso, llegamos a un cruce en el que un cartel señalaba un UNESCO que, a pesar de intentarlo, no supe descifrar.
El camino continuó tan malo como hasta el momento, sólo que ahora era de noche.
En lo que, por la hora, creímos Sarima, descendimos a estirar las piernas. Allí, la oscuridad y al menos cincuenta personas nos esperaban a las puertas del pueblo. Fue lo más surrealista que había visto hasta el momento: los niños jugaban entre curiosos y asustados a tocarnos, saltaban y simulaban que bailaban, los señores nos daban la bienvenida con un Karibu y un apretón de manos y las niñas, de cuellos repletos de collares que se hacían más pequeños conforme ascendían, me miraban con una mano en la boca sin quitarme la vista de encima.
La parada fue más rápida de lo que me hubiera gustado, pero la noche avanzaba... Y, con suerte, llegaríamos antes de medianoche.
Ya sólo quedaban unos sesenta kilómetros de carretera asfaltada. O eso creíamos. Nuestra intuición nos decía que, una vez llegásemos a Sarima, ya en las cercanías al lago Turkana, la carretera mejoraría y el camino sería más cómodo. Nosotros, y nuestros riñones, confiaban en ello. Pero ¿qué crees? Nos equivocaríamos de nuevo.
Habia luna llena y, aunque no podíamos disfrutar del paisaje, el lago Turkana empezó a dejarse entrever a nuestra izquierda. El camino pasó de la arena a la roca y el paisaje, con esa luz y ese traqueteo, parecía lunar. Si la carretera había sido mala hasta entonces, en ese momento se convirtió en pésima. Sin embargo, nuestro conductor, paciente y aplicado, salvó la situación (aunque en varias ocasiones uno de sus ayudantes tuvo que bajar a quitar algunas piedras).
No pude evitar sorprenderme cuando vi cómo varios locales caminaban de noche, entre las piedras, sin necesidad de ninguna luz y sin ningún poblado cerca (a la vuelta me daría cuenta de que en eso también estaba equivocada).
244 kilómetros y díez horas después llegamos a Loiyangalani. El conductor entró al pueblo pitando (poco le importaba que fuesen las doce y que el pueblo dormía) y nosotros, cansados y confiando en la bondad del primero que se nos acercó, encontramos una habitación donde pasar la noche.
Habíamos llegado, por fin, a Loiyangalani, en el norte de Kenia y sobre el lago Turkana y la tribu turkana os cuento más en el próximo artículo.
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