Hoy, venía con la intención de hablar de Urbasa (una sierra preciosa que tenemos en Navarra). Urbasa iba a ser la excusa perfecta para hacer un post en el que agradecería el cariño, los ánimos y las sonrisas (aunque tristes) que he recibido estos últimos días. Pero sobre todo quería escribir sobre Urbasa, no por lo que es, si no por lo que significó. Significó que alguien, un buen amigo, me sacó de casa el día que más lo necesitaba. Un día en el que me hubiese quedado atrapada entre las sábanas, abrazada a mi almohada y agarrada con fuerza a un trozo de papel.
Sin embargo, llamó a mi puerta y con el coche en marcha me ofreció un plan ("con el que sentirte viva" omitió).
Admito que en mi interior permanecía escéptica. "Cuatro vacas y cuatro ovejas no me van a hacer olvidar" pensaba.
Pero admito, también, que una vez allí me sentí mucho mejor. El sol, el aire fresco y los animales cruzando la carretera mejoraron mi ánimo. Ya no me sentía tan pesada, y el campaneo de los cencerros me llenó de tranquilidad. Sin darme cuenta dejé de pensar en cosas feas. En cosas sin solución. Ya sólo pensaba en la tranquilidad de la vaca que comía hierba a pesar de nuestra presencia. Los agobios y tristezas parecieron marcharse por un instante. Ya sólo pensaba en la VIDA.
Pero en una sencilla: ver a las vacas pastar en el campo, comer queso, del fuerte, del seco, de ese que viene directo de la oveja. En beber leche al puro estilo Heidi (aunque sea intolerante). En construirme un columpio gigante que colgase de un árbol y hacerme una cama de heno. Lanzarme a ella esperando a que Pablo me llamase para ir a pasear con nuestras ovejas.
Sin móviles, sin cobertura y sin malas noticias.
Pensé, luego, en toda esa gente de la que sí quería tener (buenas) noticias. Y pensé entonces que no podía quedarme allí aislada, sin móvil, sin cobertura. De pronto, sentí que tenía que estar siempre disponible, siempre localizable y siempre conectada.
Pero después decidí, que no podía estar todo el día conectada porque, al final, no tendría nada que contar.
Y acabé pensando que, simplemente, tenía que vivir. Como las vacas. O los caballos. Como yo quisiera. Como si a nadie le importase lo que yo hiciese. Porque, realmente, a nadie le importa. Disfrutar cada día. Viajar, bailar, reir, saltar y cantar. No desperdiciar ni un momento de esta vida, que aunque a veces amarga, es maravillosa.
Incluso en los días mas tristes, recuerda que sigue quedando un millón de personas ahí fuera para quien tu sonrisa significa mucho, y con eso debes quedarte.