En estos tiempos modernos de inmediatez, conectividad e internet he decidido vivir sin móvil. Como una loca que vive a contracorriente, como una desconectada que no se entera de nada y vive en el pasado. Como alguien que ha decidido que ella, cuando salga a la calle, lo hará con los cinco sentidos.

Y ya llevo más de dos meses.

Y es que nos hemos vuelto locos. Locos por el móvil, por la inmediatez, por el media y la conectividad. ¿Había sido alguna vez tan importante eso que llaman "estar conectado"? 25 horas al día conectado, localizable, atontado.

No fue el viaje quien me abrió los ojos. No fue una rebelión que decidí durante mis días allí, ni algo instantáneo que pensé al volver aquí. Durante la espera para subir a un volcán en Indonesia, o durante el ascenso o el descenso, no lo sé, perdí aquel viejo móvil Galaxy Ace que me acompañaba después de varios años. Apenas tenía ya espacio utilizable, tiraba únicamente de Whatsapp e Instagram y me ayudaba a mandar un sms en momentos en los que me fallaba internet; la última oportunidad de mantenerme comunicada con una familia que esperaba mis noticias a miles de kilómetros. El móvil era una herramienta importante. Útil. Pero lo perdí.

Al principio me costó. Me sentía rara. Pero, y aunque suene loco, aprendí a vivir sin él.  Tenía una tablet donde tenía Facebook, Twitter e Instagram. Tenemos tantas formas de mantenernos comunicados que la "pérdida" de tres formas de comunicación como Whatsapp, sms y llamadas no me supuso ningun problema. Internet estaba en todos los lugares y con la tablet era más que suficiente. Viajando, estar sin wifi significaba estar sin móvil, estar sin tablet, tener un bonito pisapapeles de un peso y tamaño poco adecuado. Ya me había acostumbrado a no estar localizable si estaba fuera, a no mirar megustas, conversaciones infinitas, ni retuits y favoritos. Sin embargo, estaba convencida: cuando vuelva a España, me haré con un móvil.

Y volví.

De viaje el móvil había sido prescindible, pero estaba segura de que a mi vuelta necesitaría uno. Todo el mundo se escribe por Whatsapp, todo el mundo tiene un móvil con el que estar conectado. Todo el mundo espera de ti que estés conectada.

Y lo esperaron.

Un préstamo a modo de móvil "anticuado" llegó a mis manos de parte de un buen amigo unos días después. Sólo tenía que duplicar mi tarjeta: un trabajo sencillo y barato. Y sin embargo... ¡un trabajo que empecé a prorrogar! Las quejas de mis amigas y familia fue rápida. La pregunta "¿y el móvil qué?" superó a "Y ahora ¿qué?" o cualquier otra pregunta relacionada con mi viaje o mi vuelta al pueblo. Y, aunque no era consciente de porqué, duplicar la tarjeta era una acción que iba "olvidando" cada día.

Un buen día me lo admití a mí misma, y a los demás: No quiero un móvil. La verdad es que vivo muy bien así.

La primera sorprendida fui yo, lo reconozco. Los siguientes mis amigos, que no podían entender cómo podía yo vivir sin estar localizable. Conectada. ¿¡Y a quién voy a engañar!? ¡Conectada estoy! Y muchas horas. Paso horas frente a mi pantalla del ordenador; que si blog, que si facebook, que si twitter, que si e-mail... Instagram es algo que he perdido por el camino, y, aunque me gustaba, es algo sin lo que puedo vivir. También el whatsapp, sus chistes y conversaciones infinitas. Admito que no me importa demasiado y que cuando quedo con alguien, físico y real, me gusta que me ponga al día. Que me cuente cosas.

Me gusta la sensación de salir de casa sabiendo que "no puedo" comunicarme con otras personas. Saber que estoy allá donde estoy, haciendo eso y sólo eso. Concentrada, sin pensar en quién me escribe, quién me llama o qué me dicen. Disfrutar de una charla sin mirar el móvil cada minuto. Sin saber la hora. Sin necesitar un soporte continuo con el que enseñar fotos, mirar fechas, horas o últimos mensajes. Mantener una conversación normal. O lo que era una conversación normal. Porque ya no sé si la rara soy yo.

Sí, la rara soy yo.

Móvil de mi amigo esperando en la caja

Sé que acabaré utilizándolo. Sé que es necesario, aunque éste sea un concepto tan amplio. Pero hoy, cuarenta días después de mi vuelta, sigo pensando que los utilizamos demasiado, que la sociedad está cambiando su forma de relacionarse a una forma que no me gusta. Que no entiendo cómo puedes pasarte horas hablando a través de Whatsapp y que se nos haga tan complicado quedar a tomar un café.

Vivimos en tiempos rápidos. Tiempos en los que es más fácil enviar un emoticono, sonreír virtualmente y mandar besos vacíos que nunca llegan. Con lo fácil que es hablar, sonreír y besar con la boca , no con el dedo.